sábado, 23 de mayo de 2015

Pensar en el otro

Ayer me paré un segundo. Como tantas veces que uno trata de capturar la esencia de un momento que se escurre entre las manos, me detuve para ser plenamente consciente de todo lo que estaba pasando a mi alrededor. Me encontraba en Copley Square, una bonita plaza en una de las mejores zonas comerciales de Boston City, muy cerquita de donde estalló la bomba del maratón hace unos años. La zona está rodeada de pequeñas y hermosas iglesias, aceras anchas y espacios amplios, puestecillos de comida rápida por todos lados y algunos árboles de sombra alumbrando el borde de las callesGente caminando en todas direcciones, persiguiendo sus vidas con la sensación de nunca alcanzarlas, comiendo cualquier cosa en esa búsqueda infinita y anulando cualquier atisbo de serenidad en el horizonte. El día era soleado y primaveral. Yo me encontraba en paz, a gusto y relajado, por eso decidí pararme. 

Cuando uno toma esa importante e inusual decisión ocurren cosas maravillosas a las que  no se está acostumbrado: como voz en off que suena en la pausa de una escena, uno puede salirse momentáneamente del teatro de la vida y reflexionar sobre el lugar que ocupa en la suya propia y en la de los demás. Y eso pasó. Pensé. Me sorprendí a mi mismo pensando en el otro y no en mí. Me pregunté si era justo que dedicara ese instante tan poco habitual y caprichoso a seres ajenos. ¿Donde irá ese ejecutivo con traje impecable e insoportable insatisfacción vital en su gesto? ¿Qué le estarán contando al otro lado del teléfono que hace sonreír tanto a la chica junto al semáforo de Newbury? ¿Qué peripecias y carambolas emocionales habrán tenido que ocurrir para que aquella chica esté bailando un tango sola entre el tumulto? ¿Qué ilusiones iluminan la vida de esos adolescentes negros de boca ancha y pantalones bajos? Ahí me detuve. Ante esa pregunta silenciosa en mi interior me di cuenta de mi profesión y me sentí muy importante. Advertí que el hábito diario, continuo y permanente de quien educa con convocación, trasciende las barreras corpóreas  de uno mismo para residir siempre en el ánimo y esperanza ajenas.

Cada profesión conlleva sus propias rutinas que, inevitable e inconscientemente, van siendo  absorbidas por nuestros sentidos,  y se van instalando en lo más profundo de la red  neuronal que rige nuestra conducta. La piel se va empapando de cada estímulo diario y lo va transformando, lenta pero inexorablemente, en conexiones que cristalizan nuestro carácter. Hay un estudio no científico que me acabo de inventar que corrobora mi teoría y por ello la gente que trabaja en el campo lejos del estrés de la urbe, con menos ingresos pero sometidos a estímulos cargados de tiempo, naturaleza y sosiego tienen un carácter más afable. No digo que sean más felices, ese es tema de otro estudio. 

Asimismo, profesiones más agresivas donde tiempo y dinero son sinónimos o los otros siempre soplan en contra de uno mismo, modelan el carácter en perfiles menos sociales. Sólo unos pocos logran tener la lucidez de asumir al otro como necesario en un entorno donde el bien común es solo una ilusión obsoleta del viejo y consumido comunismo.

Sin duda, la profesión transforma, construye y reconstruye a uno mismo. Hace años tuve esa visión y quise acercarme a la bondad de la persona que quería ser, consciente de que la búsqueda de oportunidades ajenas mejorarían también las mías. En un acto desesperado de ególatra altruismo, me lancé al ruedo superando temores y convencido de que quería ser mejor a través de los demás. Hoy, pasada más de una década, me sorprendo usando mi infrecuente tiempo libre y mis pensamientos menos corruptos para albergar en mí a otras personas. Decido entonces brindar conmigo mismo para conmemorar y celebrar aquella decisión de antaño. La profesión de maestro o profesor es un privilegio inmenso, una enorme responsabilidad, un reto constante y una excusa inmejorable para seguir creyendo en la humanidad y su futuro. 

En ese viaje apasionante volvemos a encontrarnos diariamente Ingrid y yo, sin buscarnos convergemos al final de cada jornada en caminos comunes a los que siempre llegamos juntos, cargados de humanidad y cansancio. Es hermoso crecer compatibilizando ilusiones y establecer pequeños, medianos y grandes proyectos juntos en los que pensar en el otro es una constante. Viajar entonces es un proceso imparable y natural para quien quiere crecer siempre a través de los demás y dejarse invadir uno mismo. El viaje, como la profesión, es al final una excusa para crecer e ir recopilando todos aquellos frutos sabrosísimos que la vida nos ofrece. Sería casi ofensivo no alimentarse de ellos. 

Convirtamos la sana costumbre de pensar en el otro en el arte de la convivencia.